10 de agosto de 2020

REMEMBRANZAS HISTORIAS DE LOS PUEBLOS DE NUESTRA SIERRA ANCASHINA

Con el tiempo se hizo costumbre poner candados a cuanto maestro o policía llegaba a laborar a la zona de Conchucos. Sueldo poquito, pero seguro; era el dicho común. Así surgió esta popular forma de conseguir pareja, como un deseo de elevar de estatus y conseguir un ingreso económico fijo y regular.

Don Rudeciendo Vargas vivía en la ciudad de Huari, en el barrio Pucutay y era propietario de un pequeño fundo ubicado a la entrada de la ciudad. Llegó a tener una sola hija, pues la madre murió en el parto. Don Rudeciendo solo tenía ojos para su hija. A los galanes de Huari los fue desechando porque según él no merecían ser consortes de tan gran belleza.

En 1928 llegó a Huari el sargento Salatiel Ordoñez, mozo bravío que suelto en plaza, se dedicó a enamorar a cuanta hija de Eva tuvo en frente. Cuando le tocó el turno a Irene Vargas, don Rudeciendo echó a andar su plan.

-Irenita –dijo a su hija-. Anoche escuché una hermosa serenata bajo tu ventana.

- ¿Qué cosa escuchó usted, señor padre? -Inquirió Irene haciéndose la tonta.

-Mira hija, conmigo no van esas cosas. Sé muy bien que era el sargento Ordoñez. Te diré que me parece un buen tipo, así que no tendría problema en recibirlo con buenos ojos cuando quiera pasar a saludarte.

Irene no daba crédito a lo que había oído. ¡Su padre aceptando un pretendiente...! Cuando de pronto tres golpes fuertes en la puerta indicaron que tenían visita.

-Voy a ver quién llama. –dijo don Rudeciendo. Abrió la puerta y se dio con la humanidad del Sargento Ordóñez. – ¡Adelante, pase usted! –invitó al policía.

Azorada salió la joven a saludar al sargento Ordoñez y mientras intercambiaban respetos, don Rudeciendo cogió unas bridas y mostrándoselas al policía le dijo:

-Queda usted en su casa. Me acaban de avisar que una de mis vacas está por parir y debo de buscar al veterinario en su fundo de Huántar. Confió en que se comportará con mi hija como todo un caballero.

Don Rudeciendo salió y cerró tras sí la puerta de la casa. Irene, que estaba más sorprendida que el policía por la actitud de su padre, invitó al sargento una copa de Vermouth Cinzano, licor muy de moda en aquel tiempo, y se sentó a su lado a hacerle conversación.

Poco tardó Ordóñez en mostrar las verdaderas intenciones de su visita. Se mostró como el más ferviente enamorado y le rogó le permitiese la gracia de un solo beso. Irene se negaba, pero como en el lenguaje femenino toda negativa encierra en sí una aceptación, terminó por ofrecer sus virginales labios al atrevido enamorador.

Ordóñez, como buen militar, sabía bien que una vez conquistado el primer baluarte, es mucho más fácil hacerse del castillo, y acometió briosamente pese a las protestas de la bella Irene que dudaba entre conservar su virginidad o entregarla al galán que tan bien sabía expresarle sus sentimientos y hacerla soñar.

Mientras tanto, don Rudeciendo se había dirigido a casa del juez de Paz, don Jacinto Márquez y con él pasó donde el sub prefecto don Gabriel Maguiña. Los tres se encaminaron a casa de don Rudeciendo encontrándola muy bien cerrada con un enorme candado en la puerta.

Decidieron abrir el candado y se dieron con un cuadro espectacular. Ordoñez estaba en paños menores y la pobre Irene que ya había perdido algunas prendas, luchaba a duras penas por guardar su honra.

- ¿Está usted consciente de lo que acaba de hacer? –Preguntó el Juez de Paz. –Usted ha infringido el artículo 167 del Código Civil. Acto seguido le recitó una serie de incisos y artículos conexos que lo describían como un criminal. Le habló de allanamiento de morada, ultraje a una menor de edad, con ventaja, alevosía y ensañamiento.

Asustadísimo, el sargento Ordóñez cayó de rodillas ante don Rudeciendo. Quien era tan expresivo para enamorar a incautas, empleó toda su habilidad para disculparse con el padre de Irene. Le habló de su encendido amor por ella, de que desde el primer instante que llegó a Huari no tenía mayor ilusión que amar a tan bella joven, que estaba dispuesto a casarse de inmediato para reparar su falta, que en él tendría a un abnegado yerno; que no esperaba las horas en pasar a formar parte de tan distinguida familia.

Media hora después, quienes transitaban por la plaza Vigil, fueron testigos del paso de una inusual comitiva que se dirigía al templo de Mama Huarina. Ordoñez iba todo compungido mientras Irene no cabía en sí de felicidad. A la pareja le escoltaban el padre de la novia, el Sub Prefecto y el Juez de Paz. Una vez realizado el matrimonio religioso, todos pasaron a la alcaldía a celebrar el contrato civil. El juez fue el padrino y el Sub Prefecto fungió de testigo. En menos de una hora, el tarambana Ordoñez resultó casado, oleado y sacramentado.

La noticia corrió como reguero de pólvora. Todo Huari felicitaba la agudeza de don Rudeciendo. Las enamoradas burladas envidiaban la suerte de la bella Irene y los galanes frustrados se mofaban de Ordóñez que de modo tan incauto cayó en la trampa.


Remembranzas Historias

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