Por: Ec. Hugo Salinas.
El asesinato de doce personas en las inmediaciones y en el
propio local del hebdomadario “Charlie Hebdo”, en Paris, ha inmediatamente
hecho reaccionar a la población a los gritos de “No al terrorismo”, “Viva la
libertad de expresión”, “El 11 de setiembre de Paris”… Luego de esta primera
reacción, sería bueno preguntarse, ¿por qué tanto odio, tanto ensañamiento,
entre los unos y los otros?
“El 11 de setiembre” en Paris no es un acto casual, como no
lo fue tampoco el 11 de setiembre del 2001 en Nueva York. Las heridas son
profundas, de uno y otro lado. Para Estados Unidos e Irak la historia era
reciente. Miles de muertos sobre la base de un argumento que ahora se sabe con
certitud que era totalmente falso. ¿Han sido castigados los responsables de
este genocidio o, por lo menos, existe un proceso judicial en curso? Nada. En
cambio, la posición económica y militar de Estados Unidos en esa región se ha
incrementado notablemente.
Los odios y los rencores no son casuales. Los países
colonizadores hasta el siglo XX siguen manejando a los países africanos,
principalmente, como a sus antiguas colonias. Miles de muertos en aras de la
pacificación. El desempleo, la pobreza y el racismo campean. La época del
esclavismo no ha sido resuelta todavía. Y las huellas de la humillación, del
despojo, de la muerte, son todavía vivas en la memoria de las poblaciones. De
ser la cuna de la civilización europea, ha pasado a ser “nada”, sin presente ni
futuro. Es atroz, anti-natura. En esas condiciones, ¿cómo impedir los excesos?.
Es como pedirle a los “indoamericanos”, a los
“latinoamericanos”, que olviden el terracidio de su continente, el
Tawantinsuyo; que olviden que fueron despojados de todas sus pertenencias para
lanzarlos a vivir en la punta de los cerros, si por desgracia estaban todavía
vivos. Bastó no entender lo que era una Biblia para considerarlos gentes sin
alma y, por consiguiente, menos que nada. Pero el objetivo no fue ni la
religión ni la evangelización. Fue el saqueo y la matanza.
¿Cómo olvidar fácilmente que nuestros ancestros fueron
lanzados de por vida a los socavones de las minas, para satisfacer las ansias
de oro y de plata del invasor? ¿Cómo olvidar que una población de más de veinte
millones se viera reducida, en poco tiempo, a menos de 5 millones? No se
conocen las cifras exactas del genocidio, es cierto, pero sí estamos seguros de
que todos ellos, aquellos que construyeron la civilización tawantinsuyana,
fueron despojados totalmente de sus bienes y lanzados al ostracismo. Una herida
que la “independencia nacional” lo ha agravado.
Si olvidamos nuestro pasado, difícilmente podremos entender
nuestro presente y, menos aún, saber construir nuestro futuro. Esta
civilización occidental se sigue tejiendo en el horror, la matanza, la
opresión, la pobreza, el desempleo… Grandes males en aras del desenfreno y la
arrogancia de una parte insignificante de la población mundial. Sin lugar a
dudas, estas no son las condiciones ideales para forjar una sociedad unida,
coherente, solidaria. Pero es sobre esta realidad que estamos obligados a
construir nuestro futuro.
Las grandes desigualdades socio-económicas, que no han caído
del cielo sino que han sido construidas por los propios seres humanos en un
desenfrenado interés individualista, deben terminar. No es posible seguir
sosteniendo un modelo de desarrollo que conduce a extremos, tanto de los unos
como de los otros. La base que sostiene esta civilización occidental debemos
cambiarla por otra, que garantice la cooperación y el respeto entre los unos y
los otros.
Es urgente rendirnos a la evidencia que estos grandes males
son factibles de solución definitiva, y no de simples amortiguamientos de
inclusión social. Nuestra mirada debe apuntar a erradicar el mal desde la raíz.
Nos hace daño a todos, a los de arriba como a los de abajo, a los de la derecha
como a los de la izquierda. No es un mundo habitable en el que actualmente
vivimos. Se ha roto todo lo sano y bueno que tenía nuestro tejido social y
económico.
No podemos ser indiferentes ante el enfrentamiento de los
unos contra los otros, y contentarnos solamente con luchas reivindicativas, de
mejoras salariales, ambientales, y mejores condiciones de trabajo. No debemos
actuar con el criterio de esclavos, siervos, asalariados. Debemos recuperar
nuestra condición de seres humanos, y luchar por la construcción de una nueva
economía y de una nueva sociedad.
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